Guía The Elder Scrolls V: Skyrim

Libros de habilidades

La lección de puntería

 

 

-Habilidad: Arquería

-Peso: 1

-Valor: 65

-Código: 0001B26D

 

Se puede encontrar en las siguientes localizaciones.

 

Lugar 1

 

Refugio del acantilado

 

En una estantería dentro del Refugio del acantilado, al Suroeste de Soledad.

 

Lugar 2

 

En el Santuario de Lucero del Alba, sobre la mesa con el mapa.

 

Lugar 3

 

Diente de Faldar

 

En la zona de la cocina del Diente de Faldar, al Noroeste de Riften.

 

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Kelmeril Brin tenía opiniones muy definidas sobre cómo debían hacerse las cosas. Cada esclavo o esclava que compraba recibía ese mismo día una buena ración de latigazos en el patio por un periodo de una a tres horas, dependiendo del grado de espíritu independiente del esclavo. El látigo que usaba, o que ordenaba a su capataz que usara, era de un paño húmedo y nudoso que hacía sangrar casi siempre, pero no inutilizaba casi nunca. Para su gran satisfacción y orgullo personal, pocos esclavos solían necesitar latigazos una segunda vez. El recuerdo de su primer día, y ver y oír el primer día de cada nuevo esclavo les acompañaba el resto de sus días.

 

Cuando Brin compró a su primer esclavo bosmer, ordenó a su capataz que solo lo azotara una hora. La criatura, a la que Brin había llamado Dob, parecía mucho más delicada que los argonianos, orcos o khajiitas que constituían el grueso de sus esclavos. Dob era claramente inapropiado para trabajar en las minas o en los campos, pero parecía presentable de sobra para el servicio doméstico.

 

Dob realizó su trabajo en silencio y tolerablemente bien, aunque a veces Brin tenía que corregirlo negándole el alimento, pero nunca hacía falta aplicarle mayores castigos. Cuando algún invitado llegaba a la plantación, el espectáculo de esta exótica y elegante adición al personal doméstico de Brin siempre causaba una notable impresión.

 

“Tú, aquí” dijo Genethah Illoc, un miembro menor pero aún así noble de la Casa de Indorill, cuando Dob le ofreció un vaso de vino. “¿Naciste esclavo?”.

 

“No, sedura”, respondió Dob inclinándose. “Solía asaltar a hermosas damas como tú en el camino”.

 

Todos rieron con deleite, pero Kelmeril Brin acudió al esclavista que le había vendido a Dob y comprobó que la historia era cierta. El bosmer había sido un salteador de caminos, aunque no uno de gran notoriedad, antes de ser capturado y vendido como esclavo. Parecía tan extraordinario que un tipo tranquilo como Dob, que siempre miraba sumisamente al suelo ante sus superiores, pudiera haber sido un criminal... Brin decidió preguntarle al respecto.

 

“Supongo que habrás usado algún tipo de arma cuando robabas a todos esos peregrinos y mercaderes”, dijo Brin sonriendo mientras veía a Dob fregar el suelo.

 

“Sí, sedura”, respondió humildemente Dob. “Un arco”.

 

“Por supuesto. Se supone que los bosmer os manejáis bien con eso”. Brin reflexionó por un momento, y luego preguntó: “¿Tenías buena puntería?”

 

Dob asintió con modestia.

 

“Enseñarás arquería a mi hijo Wodilic”, dijo el amo tras otro momento de pausa. Wodilic tenía doce años y, lamentablemente, era un niño mimado por culpa de su madre, la difunta esposa de Brin. El muchacho no servía para manejar una espada, por el miedo a cortarse. Era una vergüenza para su padre, pero su defecto de personalidad convertía el arco en un arma perfecta para él.

 

Brin hizo que su capataz comprase un arco de excelente calidad y varios carcaj de flechas, y ordenó que colocasen dianas en el campo de flores silvestres que había junto a la casa de la plantación. Unos días después comenzaron las lecciones.

 

Durante los primeros días, el maestro vigiló a Wodilic y Dob para comprobar que el esclavo sabía enseñar. Le agradó ver que el chico aprendía a empuñar el arco y a adoptar las distintas posiciones. Sin embargo, los asuntos de negocios tenían preferencia. Brin solo tuvo tiempo de ordenar que continuasen las lecciones, pero no de comprobar cómo transcurrían.

 

Pasó un mes antes de volver a reparar en la cuestión. Brin y su capataz estaban repasando las ganancias y costes de la plantación, y llegaron al apartado de los gastos variados de la casa.

 

“Tal vez tendrías que fijarte en cuántas dianas del campo hay que reparar”.

 

“Ya estoy en ello, sedura”, dijo el capataz. “Están en condiciones impecables”.

 

“¿Cómo es posible?”, dijo Brin desconcertado. “Al dispararle unas cuantas veces a una diana acaba destrozada. Tras un mes de lecciones, no debería quedar nada”.

 

“No hay agujeros de ningún tipo en las dianas, sedura. Compruébalo tú mismo”.

 

Casualmente, en ese momento tenía lugar la lección de puntería. Brin cruzó el campo, observando cómo Dob guiaba el brazo de Wodilic para que el muchacho apuntase al cielo. La flecha voló hacia arriba siguiendo una parábola que pasaba por encima de la diana, y se enterró en el suelo. Brin examinó la diana y vio que estaba, tal como había dicho su capataz, impecable. No la había tocado ninguna flecha.

 

“Amo Wodilic, debes bajar más el brazo derecho”, decía Dob. “Y continuar el movimiento es esencial si quieres que la flecha gane altura”.

 

“¿Altura?”, gruñó Brin. “¿Y la precisión qué? A menos que hayáis estado matando un montón de pájaros a mis espaldas, no le has enseñado a mi hijo nada de puntería”.

 

Dob hizo una humilde reverencia. “Sedura, el amo Wodilic ha de estar cómodo con el arma antes de tener que preocuparse de la precisión. En Bosque Valen aprendemos viendo la trayectoria del proyectil a distintos niveles y con distintos vientos antes de intentar alcanzar un blanco en serio”.

 

La cara de Brin se volvió morada por la furia: “¡No soy idiota! ¡No tendría que haberle confiado la educación de mi hijo a un esclavo!”

 

El amo agarró a Dob y lo empujó hacia la casa de la plantación. Dob, con la cabeza gacha, comenzó a caminar con el paso humilde y arrastrado que había aprendido realizando las tareas domésticas. Wodilic, con lágrimas en el rostro, intentó seguirlos.

 

“¡Tú quédate ahí y practica!”, rugió su padre. “¡Trata de apuntar a la diana, no al cielo! ¡No te voy a dejar entrar en casa hasta que no haya un agujero en el centro de esa maldita diana!”

 

El chico reanudó las prácticas entre lágrimas mientras Brin llevaba a Dob al patio y pedía su látigo. Dob repentinamente salió corriendo y, gateando, trató de esconderse entre unos barriles del centro del patio.

 

“¡Acepta tu castigo, esclavo! ¡Nunca debería haber mostrado compasión el día que te traje aquí!”, bramó Brin, dejando caer el látigo una y otra vez sobre la espalda descubierta de Dob. “¡Tengo que curtirte! ¡Ya no tendrás más trabajos delicados de tutor y ayuda de cámara!”

 

El grito lastimero de Wodilic llegó desde el prado: “¡No puedo! ¡Papá, no puedo acertar!”

 

“¡Amo Wodilic!”, respondió Dob gritando tan alto como pudo, con su voz temblorosa por el dolor. “¡Mantén recto el brazo izquierdo y apunta ligeramente hacia el este! ¡El viento ha cambiado!”

 

“¡Deja de confundir a mi hijo!”, chilló Brin. “¡Vas a ir a los campos de arroz de sal si no te mato antes como te mereces!”

 

“¡Dob!”, gimió el muchacho desde la lejanía. “¡Sigo sin darle!”

 

“¡Amo Wodilic! Da cuatro pasos atrás, apunta al este, ¡y no tengas miedo de apuntar alto!”, dijo Dob mientras se apartaba de los barriles y se ocultaba bajo una carreta que estaba junto al muro. Brin le persiguió haciendo caer sobre él una lluvia de golpes.

 

La flecha del muchacho pasó muy por encima de la diana y siguió subiendo, alcanzando su cénit por encima de la casa de la plantación antes de bajar, en una parábola majestuosa. Brin notó el sabor de la sangre antes de darse cuenta de que le habían alcanzado. Con cuidado, alzó las manos y palpó la punta de flecha que sobresalía por la parte de atrás de su cuello. Miró a Dob, que estaba agachado bajo la carreta, y creyó ver una ligera sonrisa cruzando los labios del esclavo. Durante un breve instante antes de morir, Brin vio la cara del deshonesto salteador sin ley que era Dob.

 

“¡Justo en la diana, amo Wodilic!”, gritó triunfalmente Dob.

 

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