Guía The Elder Scrolls V: Skyrim

Libros de habilidades

La última vaina de Akrash

 

 

-Habilidad: Herrería

-Peso: 1

-Valor: 70

-Código: 0001AFCF

 

Se puede encontrar en las siguientes localizaciones.

 

Lugar 1

 

Roca del Cadalso

 

En la Roca del Cadalso (al Suroeste de Ventalia), cerca de la zona de los dormitorios.

 

eliteguias

 

Durante varios días del caluroso verano del año 407 de la Tercera Era, una joven y hermosa dunmer cubierta con un velo visitó a uno de los maestros armeros en la ciudad de Tear. Los lugareños decidieron que tenía que ser joven y bella por su figura y su porte, pese a que nadie vio su cara en ningún momento. El armero y ella se retiraban a la parte trasera de la tienda; él cerraba su negocio y daba un par de horas libres a sus aprendices. Después, a media tarde, ella se iba para volver exactamente a la misma hora el día siguiente. Comenzaron los rumores, pese a que era una tontería. Lo que hacía el anciano con una mujer tan bien vestida y de tan atractivas proporciones se convirtió en motivo de numerosos chistes bastante subidos de tono. Varias semanas después, cesaron las visitas y la vida volvió a la normalidad en los barrios bajos de Tear.

 

Tuvieron que pasar uno o dos meses desde que las visitas cesaran, para que en una de las muchas tabernas del vecindario, un joven sastre local, que había empinado el codo más de lo debido, se atreviera a preguntarle al armero: “¿Qué es lo que le pasó a tu amiga? ¿Le rompiste el corazón?”

 

El armero, que estaba al corriente de los rumores, se limitó a responder: “Es una joven decente de buena familia. No hay nada entre nosotros”.

 

“¿Y para qué iba todos los días a tu tienda?”, le preguntó el joven tabernero, que había esperado ansioso a que surgiera el tema.

 

“Por si os interesa, estaba enseñándole el oficio”, dijo el armero.

 

“Nos estás tomando el pelo”, rio el sastre.

 

“No, la joven siente una fascinación especial por mi particular maestría”, comentó el armero, con una pizca de orgullo antes de empezar a soñar despierto. “Concretamente le enseñé a arreglar espadas que hubieran sufrido todo tipo de abolladuras o rupturas, fisuras muy finas, o cuyos pomos, gavilanes o puños se hubieran roto. Cuando empezó a hacerlo por primera vez, no tenía ni idea de cómo asegurar el puño a la espiga de la hoja... Bueno, por supuesto, al principio estaba un poco verde, ¿cómo no iba a estarlo? Pero no le daba miedo mancharse las manos. Le enseñé a recomponer las pequeñas incrustaciones de plata y las filigranas de oro que se pueden llegar a encontrar en las espadas buenas y a sacarles brillo a todas, hasta que se reflejaran igual que un espejo y pareciera que acabaran de salir del yunque celestial de los mismísimos dioses”.

 

El joven tabernero y el sastre se rieron a carcajada limpia. No importaba lo que alegara, el armero hablaba del entrenamiento de la joven como si se tratara de la historia de un amor perdido hace mucho tiempo.

 

La mayoría de los lugareños que estaban en la taberna habrían escuchado el patético relato del armero, si no hubiera surgido un rumor más importante y prioritario. Otro comerciante de esclavos había sido asesinado. Le encontraron en el centro de la ciudad, abierto en canal. Ya iban seis en total en apenas dos semanas. Algunos denominaban al asesino “el liberador”, aunque ese tipo de entusiasmo antiesclavista era poco corriente entre el pueblo llano. Ellos prefirieron llamarle “el podador”, ya que había decapitado a sus primeras víctimas. Pese a que otras habían sido perforadas, cortadas en lonchas o destripadas, se optó por conservar el irónico apodo original de “el podador”.

 

Mientras que los gamberros entusiastas hacían apuestas sobre el estado en el que se encontraría el cadáver del próximo comerciante de esclavos, varias decenas de supervivientes de dicho negocio se congregaron en la casa solariega de Serjo Dres Minegaur. Minegaur era un miembro de segunda categoría de la Casa Dres, aunque también uno de los más importantes de la fraternidad del comercio de esclavos. Puede que ya hubiera dejado atrás sus mejores años, pero sus asociados seguían contando con él debido a su sabiduría.

 

“Necesitamos reunir toda la información de la que dispongamos sobre el tal “podador” y buscarlo en base a ella”, afirmó Minegaur, que se encontraba sentado ante su opulenta chimenea. “Sabemos que siente un odio irracional tanto por la esclavitud como por los comerciantes de esclavos y que es hábil con la espada. Deducimos que tiene que ser sigiloso y delicado, ya que ha ejecutado a los hermanos que se encontraban más seguros y en las moradas más protegidas. Me parece que tiene que ser un aventurero, un forastero. Probablemente ningún ciudadano de Morrowind lucharía contra nosotros de esta forma”.

 

Los comerciantes de esclavos afirmaron con la cabeza dándole la razón. La idea de que fuera un forastero era lo que más se ajustaba a su problema. Siempre era cierto.

 

“Si tuviera cincuenta años menos, arrancaría mi espada Akrash de la chimenea”, dijo Minegaur haciendo un gesto como de aproximarse hacia la brillante arma, “y me uniría a vosotros para atrapar a este malvado. Le buscaría en los lugares donde se suelen reunir los aventureros: las tabernas y las salas de los gremios. Y, entonces, le daría un poco de su propia medicina”.

 

Los comerciantes de esclavos rieron educadamente.

 

“¿Supongo que no nos prestarías tu espada para ejecutarlo? ¿O sí lo harías, Serjo?”, preguntó con entusiasmo Soron Jeles, un joven esclavista adulador.

 

“Sería una tarea interesante para Akrash”, apuntó Minegaur. “Pero juré que nos jubilaríamos juntos”.

 

Minegaur llamó a su hija Peliah para que trajera más flin a los esclavistas, pero la despidieron manifestándole que no era conveniente. Esa noche se levantaría la veda del podador y beber no solucionaría sus problemas. Minegaur admiró de todo corazón su abnegación, especialmente debido a lo caro que estaba el alcohol.

 

Cuando se hubo marchado el último de los esclavistas, el anciano besó la cabeza de su hija y echándole la última miradita de admiración a Akrash, se dirigió tambaleándose hacia su cama. En cuanto desapareció, Peliah descolgó la espada y huyó por el campo que se encontraba detrás de la mansión solariega. Sabía que Kazagh la estaba esperando desde hacía horas en las caballerizas.

 

Salió de entre las sombras abalanzándose sobre ella y la envolvió con sus fuertes y peludos brazos, dándole un largo y dulce beso. Ella se apretó contra él todo el tiempo que tuvo valor. Finalmente, se separó y le entregó la espada. Él probó su hoja.

 

“Ni el mejor armero khajiita hubiera podido afilar una hoja de semejante precisión”, comentó, mientras miraba orgulloso a su amada. “Y sé que ayer propiné unos buenos cortes con ella”.

 

“Eso hiciste”, dijo Peliah, “pero parece que tuviste que cortar a través de una coraza de hierro”.

 

“Los esclavistas ahora están tomando precauciones”, respondió. “¿De qué hablaron durante la reunión?”

 

“Creen que se trata de un aventurero forastero”, rio. “A ninguno se le ocurrió que un esclavo khajiita dispondría de la habilidad necesaria para cometer todas esas podas”.

 

“¿Y tu padre no sospecha que es su querida Akrash la que está atravesando el mismísimo corazón de la opresión?”

 

“¿Por qué habría de hacerlo, si cada mañana se la encuentra tan reluciente como el día anterior? Ahora debo regresar antes de que alguien me eche en falta. Mi niñera a veces viene para preguntarme algún detalle sobre la boda, como si mis opiniones se tuvieran en cuenta en este asunto”.

 

“Te prometo”, añadió Kazagh muy serio, “que no te verás obligada a casarte para consolidar la dinastía esclavista de tu familia. La última vaina en la que enfundaré a Akrash será el corazón de tu padre. Y cuando seas huérfana, podrás liberar a los esclavos y trasladarte a una provincia más avanzada, donde podrás contraer matrimonio con quien desees”.

 

“Me pregunto quién será el elegido”, le incitó Peliah antes de salir corriendo de los establos.

 

Justo antes de que amaneciera, Peliah se despertó y salió sigilosamente al jardín donde encontró a Akrash escondida en una enredadera de verde amargo. La hoja todavía estaba relativamente afilada, aunque en su superficie habían aparecido unos cuantos arañazos verticales. Esta vez le ha decapitado, pensó, mientras iba borrando pacientemente las marcas con una piedra pómez, para después sacarle brillo con una solución de sal y vinagre. Ya estaba colgada, toda impecable, cuando su padre entró en el salón dispuesto a desayunar.

 

Cuando llegaron noticias de que habían encontrado a Kemillith Torom, el futuro marido de Peliah, a las afueras del cantón con la cabeza ensartada en un pincho a algunos metros de su cuerpo, ella no tuvo que hacerse la afligida. Su padre sabía que no quería casarse con él.

 

“Es una pena”, comentó su padre. “El chico era un buen esclavista, aunque hay muchos otros jóvenes que valorarán una alianza con nuestra familia. ¿Qué me dices de Soron Jeles?”

 

Dos noches después, Soron Jeles recibió la visita de “el podador”. La lucha no duró mucho. Sin embargo, Soron llevaba escondida en una de sus mangas una pequeña arma para defenderse, una aguja que había untado con la savia de una planta venenosa. Tras recibir la estocada mortal, se desplomó hacia delante clavando el alfiler en la pantorrilla de Kazagh. Para cuando regresó a la mansión solariega de Minegaur, estaba agonizando.

 

Ya con la vista nublada, escaló hasta el alero de la casa que daba a la ventana de Peliah. Dio unos golpecitos, pero Peliah no le contestó de inmediato, ya que estaba profunda y agradablemente dormida soñando con un futuro junto a su amante khajiita. Golpeó más fuerte la ventana, lo que provocó que no solo se despertara Peliah, sino su padre que se encontraba en la habitación contigua.

 

“¡Kazagh!”, gritó abriendo la ventana. La siguiente persona que entró en la habitación fue el mismísimo Minegaur.

 

Cuando lo vio, su esclavo, su propiedad, estaba a punto de rebanar la cabeza de su hija, su propiedad, con su espada, su propiedad. De inmediato, con la energía de un joven, se acercó apresuradamente al moribundo khajiita arrebatándole la espada. Antes de que Peliah consiguiera detenerle, su padre había atravesado vigorosamente el corazón de su amante.

 

Tras la agitación, el anciano tiró la espada y se dirigió hacia la puerta para llamar a la guardia. Después se le ocurrió cerciorarse de que su hija no estaba herida y de que no sería necesario avisar a un curandero. Minegaur se volvió hacia ella. Por un momento se sintió simplemente desorientado, notó la fuerza del golpe pero no la hoja que le atravesaba. Entonces fue cuando vio la sangre y sintió el dolor. Antes de que fuera totalmente consciente de que su hija le había apuñalado con Akrash, cayó muerto. Finalmente, la espada encontró su vaina.

 

Una semana después, una vez realizadas las investigaciones oficiales, enterraron al esclavo en una tumba anónima de un cementerio secundario mientras que Serjo Dres Minegaur disfrutó de su descanso eterno en una modesta esquina del opulento mausoleo familiar. Una gran multitud de mirones curiosos asistieron al funeral del noble esclavista que llevó una vida secreta, la del “podador” que asesinaba salvajemente a sus competidores. Los allí reunidos se mantuvieron en silencio, guardando respeto, pese a que nadie podía dejar de imaginar los últimos momentos que había vivido aquel hombre. En su locura, atacó a su propia hija, defendida afortunadamente por un leal y desventurado esclavo antes de que Minegaur se clavara la espada a sí mismo.

 

Entre los presentes se encontraba un anciano armero, quien vio por última vez a la joven dama oculta tras un velo, antes de que desapareciera para siempre de Tear.

 

eliteguias