Guía The Elder Scrolls V: Skyrim
Libros de habilidades
2920, La helada, vol. 10
-Habilidad: Conjuración
-Peso: 1
-Valor: 50
-Código: 0001AFEA
Se puede encontrar en las siguientes localizaciones.
Lugar 1
En la casa de Belyn Hlaalu de Ventalia.
Lugar 2
En el Túmulo de la Cuaderna del Hierro, al Sureste de Lucero del Alba.
Lugar 3
Dentro de la Garganta de Peña Partida (al Suroeste de Carrera Blanca), sobre un pedestal en la habitación con el muro de la palabra de poder.
10 de La helada de 2920 Phrygias, Roca Alta
La criatura que estaba ante ellos, irracional, parpadeaba con sus vidriosos ojos y abría y cerraba la boca como si volviera a aprender sus funciones. Un pequeño amasijo de saliva burbujeaba y colgaba entre sus colmillos. Turala nunca había visto antes un ser parecido, reptiliano y enorme, apoyado sobre sus patas traseras como si fuera un hombre. Mynistera aplaudió con entusiasmo.
“Mi niña”, alardeó, “has llegado tan lejos en tan poco tiempo... ¿En qué estabas pensando cuando invocaste a este daedroth?” Turala tardó un momento en acordarse de si estaba pensando realmente en algo. Simplemente estaba abrumada por haber atravesado el tejido de la realidad y entrado en el reino de Oblivion, de donde arrancó a esta odiosa criatura, conjurándola a este mundo gracias al poder de su mente. “Estaba pensando en el color rojo”, dijo Turala, concentrándose. “La simplicidad y la claridad del mismo. Y entonces, lo deseé y pronuncié el hechizo. Y esto es lo que conjuré”.
“El deseo es una fuerza muy poderosa para una joven bruja”, dijo Mynistera. “En esta ocasión lo has combinado bien. Para este daedroth no es nada, tan solo una simple fuerza de los espíritus. ¿Puedes liberar tu deseo tan fácilmente?”
Turala cerró sus ojos y pronunció una invocación de rechazo. El monstruo, que seguía parpadeando confundido, perdió intensidad como una pintura a la luz del sol. Mynistera abrazó a su alumna, una elfa oscura, y rio con gusto.
“Nunca lo hubiera creído. Llevas un mes y un día en el aquelarre y ya has avanzado más que la mayoría de mujeres de aquí. Hay sangre poderosa en ti, Turala, tocas a los espíritus como si de un amante se tratara. Liderarás este aquelarre algún día... ¡Lo he visto!” Turala sonrió. Le gustaba recibir cumplidos. El duque de El Duelo había alabado su precioso rostro, y su familia, antes de que les deshonrara, elogiaba sus modales. Cassyr no había sido nada más que un compañero: sus cumplidos no significaban nada. Sin embargo, con Mynistera se sentía como en casa.
“Tú todavía has de dirigir el aquelarre muchos años, gran hermana”, dijo Turala.
“Esa es mi intención. Sin embargo, los espíritus, pese a ser unos compañeros maravillosos y unos transmisores de la verdad completamente fiables, a veces son difusos con el cuándo y el cómo. En realidad, no se les puede culpar. Cuándo y cómo carecen de importancia para ellos”, comentó Mynistera abriendo la puerta del establo para que entrara la fresca brisa de otoño y dispersara los amargos y fétidos olores del daedroth. “Ahora necesito que me hagas un recado en Quietud. Se encuentra a solo una semana a caballo de aquí y tardarás otra semana en volver. Llévate contigo a Doryatha y Celephyna. Por mucho que intentemos ser autosuficientes, hay hierbas que no podemos plantar aquí, y parece que hemos gastado una gran cantidad de gemas en muy poco tiempo. Es importante que la gente de la ciudad sepa que eres una de las sabias mujeres del aquelarre de Skeffington. Encontrarás que los beneficios de ser conocida superan con mucho a los inconvenientes”.
Turala hizo lo que le encargaron. Cuando sus hermanas y ella subieron a sus caballos, Mynistera trajo a su bebé, a la pequeña Bosriel de cinco meses, para que se despidiera de su madre. Las brujas estaban encantadas con la pequeña dunmer, engendrada por un malvado duque y nacida gracias a los elfos salvajes ayleid que vivían en el corazón del bosque del Imperio. Turala sabía que sus niñeras protegerían a la niña con la vida. Tras muchos besos y un gesto de despedida, las tres brujas se dirigieron a los brillantes bosques, cubiertos de rojo, amarillo y naranja.
12 de La helada de 2920 Dwynnen, Roca Alta
Para ser un Middas por la tarde, la taberna del Puercoespín menos querido estaba llena hasta los topes. El crepitante fuego que había en el centro de la habitación proyectaba un brillo casi siniestro sobre los clientes habituales, y hacía que la abundancia de cuerpos pareciera un tapiz sobre el castigo inspirado en las herejías artúricas. Cassyr ocupó su sitio de siempre con su primo y pidió una jarra de cerveza.
“¿Has ido a ver al barón?”, preguntó Palyth.
“Sí, puede que tenga trabajo para mí en el palacio de Urvaio”, dijo Cassyr orgulloso, “pero no puedo contarte nada más. ¿Entiendes?, son secretos de estado y todo eso. Maldita sea, ¿por qué hay tanta gente aquí esta noche?”
“Acaba de atracar en el puerto un barco lleno de elfos oscuros. Vienen de la guerra. Estaba esperando que llegaras para presentarte como otro veterano de guerra”.
Cassyr se ruborizó, aunque consiguió guardar la compostura y preguntó: “¿Qué hacen aquí? ¿Ha habido una tregua?”
“No sé toda la historia”, respondió Palyth, “aunque, al parecer, el emperador y Vivec están de nuevo negociando. Estos chicos de aquí, tienen inversiones que les gustaría vigilar y supongo que las cosas están lo suficientemente calmadas en la Bahía. Sin embargo, el único modo de que conozcamos la historia entera es hablar con estos tipos”. Dicho esto, Palyth agarró de un brazo a su primo y lo arrastró hasta el otro lado del bar tan de repente que Cassyr tendría que haberse puesto violento para resistirse. Los dunmer viajeros se encontraban dispersos por cuatro de las mesas, riéndose con los lugareños. Eran jóvenes muy amigables, bien vestidos, unos comerciantes idóneos, de animados gestos que se hacían a cada instante más extravagantes por culpa de la bebida. “Perdonad”, dijo Palyth, inmiscuyéndose en la conversación. “Mi tímido primo Cassyr también estuvo en la guerra, luchando por el dios viviente, Vivec”.
“El único Cassyr que me suena”, dijo uno de los dunmer borracho como una cuba con una amplia y amable sonrisa, mientras estrechaba la única mano libre de Cassyr, “era un tal Cassyr Whitley, al que Vivec denominó el peor espía de la historia. Perdimos Ald Marak gracias a su chapucero trabajo de inteligencia. Por tu bien, amigo, espero que nunca te confundieran con él”.
Cassyr sonrió y escuchó cómo el muy patán contaba la historia de su fracaso con generosas exageraciones que hacían que la mesa se partiera de risa. Muchas miradas se dirigieron hacia allí, aunque ninguno de los lugareños trató de explicar al narrador que el tonto del relato le estaba prestando atención. La mirada que más le dolió fue la de su primo, un joven que creía que había vuelto de Dwynnen como un gran héroe. En algún momento, el barón se enteraría de este asunto y de su estupidez, que seguiría aumentando según contasen su historia.
Maldijo a Vivec, el dios viviente, con cada fibra de su alma.
21 de La helada de 2920 La Ciudad Imperial, Cyrodiil
Corda, con un vestido de una blancura cegadora, el uniforme de sacerdotisa del conservatorio de Morwha de Hegathe, llegó a la ciudad justo después de la primera tormenta de invierno. Las nubes se separaban con la luz del sol y la preciosa adolescente guardia roja apareció por una amplia avenida con su escolta, cabalgando hacia el palacio. Mientras que su hermana era una joven alta, delgada, angulosa y arrogante, Corda era pequeña, de cara redonda y con inmensos ojos marrones. Los lugareños empezaron rápidamente a hacer comparaciones.
“No ha pasado ni un mes desde la ejecución de lady Rijja”, murmuró una criada que miraba por la ventana, guiñándole a su vecina.
“Y no lleva fuera del convento ni un mes”, afirmó la otra mujer dándole la razón y regodeándose en el escándalo. “Esta se quedará poco. Su hermana no fue inocente y mira dónde acabó”.
24 de La helada de 2920 Dwynnen, Roca Alta
Cassyr se encontraba de pie en el puerto, mirando cómo caía la primera aguanieve sobre el mar. Pensó que era una pena que fuera propenso a marearse. En aquel momento no había nada para él en Tamriel, ni hacia el este, ni hacia el oeste. El relato de Vivec sobre su patético papel como espía se había extendido por todas las tabernas y el barón de Dwynnen había anulado su contrato. Sin duda, también se estaban riendo de él por ese asunto en Salto de la Daga, y en Lucero del Alba, Lilmoth, Rimen, Corazón Verde, probablemente también en Akavir y en Yokuda. Quizás lo mejor sería tirarse al mar y hundirse. Sin embargo, ese pensamiento no permaneció mucho tiempo en su cabeza; lo que le invadía no era desesperación, sino rabia, una furia impotente que no conseguía apaciguar.
“Perdona, señor”, dijo una voz a sus espaldas que le hizo sobresaltarse. “Siento molestarte, pero me preguntaba si podrías recomendarme una taberna barata donde pasar la noche”.
Era un joven nórdico que llevaba un saco al hombro. Obviamente, acababa de desembarcar. Por primera vez en semanas, alguien miraba a Cassyr sin pensar que fuera un idiota monumental y famoso. Tan solo podía ser amable, pese a lo mal que se sentía.
“¿Acabas de llegar de Skyrim?”, preguntó Cassyr. “No, señor, allí es adonde me dirijo”, dijo el chico.
“Vuelvo a casa. Vengo de Centinela y antes de eso de Stros M’kai, y antes de Corazón del Bosque en Bosque Valen, y antes de Arteum en Estivalia. Me llamo Welleg”. Cassyr se presentó, estrechándole la mano. “¿Dices que vienes de Arteum? ¿Eres un psijic?”
“No, señor, ya no”, dijo encogiéndose de hombros. “Me expulsaron”. “¿Sabes algo sobre cómo convocar a los daedra? Verás, quiero lanzar una maldición sobre una persona poderosa en concreto, a la que algunos denominan el dios viviente, y no he tenido mucha suerte. El barón no puede ni verme, pero la baronesa me tiene simpatía y me permitía usar sus cámaras de invocación”, confesó Cassyr. “He hecho todo tipo de rituales y sacrificios, pero no ha pasado nada”.
“Eso es por Sotha Sil, mi viejo maestro”, respondió Welleg con un tinte de amargura. “Los príncipes daedra acordaron que ningún aficionado les invocaría, al menos hasta que terminara la guerra. Tan solo los psijic pueden contactar con los daedra, al igual que unos pocos brujos y brujas nómadas”.
“¿Has dicho brujas?”
29 de La helada de 2920 Phrygias, Roca Alta
La pálida luz del sol centelleaba tras la niebla que bañaba el bosque por el que Turala, Doryatha y Celephyna cabalgaban. El suelo estaba húmedo, cubierto por una fina capa de escarcha y, al ir cargadas con cosas, el camino sin pavimentar que subía por las colinas era resbaladizo. Turala trató de contener su alegría al volver al aquelarre. Quietud había sido una aventura. Le gustaron las miradas de miedo y respeto que le echaban los ciudadanos. Sin embargo, durante los últimos días, en lo único que pensaba era en volver junto a sus hermanas y su hijo.
El pelo se le venía a la cara por culpa del cortante viento, impidiéndole ver el camino, por lo que no oyó al jinete que se acercaba por un lateral hasta que estuvo demasiado cerca. Cuando se volvió y vio a Cassyr, gritó a causa de la sorpresa y del placer de encontrarse con un viejo amigo. Su cara estaba pálida y demacrada, pero pensó que simplemente sería debido al viaje.
“¿Qué te trae de nuevo a Phrygias?”, sonrió. “¿No te trataron bien en Dwynnen?”
“Lo bastante bien”, dijo Cassyr, y añadió: “pero necesito algo del aquelarre de Skeffington”.
“Acompáñanos”, dijo Turala, “te llevaré a ver a Mynistera”. Los cuatro siguieron su camino y las brujas obsequiaron a Cassyr con algunos relatos de Quietud. Era evidente que también resultaba un lujo extraño para Doryatha y Celephyna salir de la antigua granja de Barbyn. Habían nacido allí, eran las hijas y nietas de las brujas de Skeffington. La vida cotidiana de las ciudades de Roca Alta era algo tan exótico para ellas como para Turala. Cassyr hablaba poco, aunque sonreía y afirmaba con la cabeza, lo que resultaba bastante estimulante. Por suerte, ninguna de las historias que habían oído estaba relacionada con su propia estupidez, o al menos no se la contaron.
Doryatha estaba justo a la mitad de una historia que había oído en una taberna sobre un ladrón al que habían encerrado durante la noche en una casa de empeños cuando cruzaron una colina que les resultaba familiar. De repente, detuvo su relato. Se suponía que tenían que ver el granero, pero no estaba allí. Al instante, los otros tres miraron entre la niebla en aquella misma dirección. Un momento después, cabalgaban tan rápido como podían hacia donde una vez se encontró el aquelarre de Skeffington. El fuego se había extinguido hacía tiempo. No quedaban nada más que cenizas, esqueletos y armamento roto. Cassyr reconoció enseguida las señales de un ataque orco.
Las brujas bajaron de sus caballos y corrieron entre lamentos por las ruinas. Celephyna encontró un trozo de tela andrajoso y ensangrentado que identificó... era parte del manto de Mynistera. Se lo acercó al rostro cubierto de ceniza, sollozando. Turala gritó llamando a Bosriel, pero la única respuesta que obtuvo fue el agudo silbido del viento entre las cenizas.
“¿Quién ha hecho esto?”, gritó mientras las lágrimas resbalaban por su cara. “¡Prometo que conjuraré a las mismísimas llamas de Oblivion! ¿Qué han hecho con mi bebé?”
“Sé quién es el autor”, dijo Cassyr en voz baja, mientras se apeaba de su caballo y andaba hacia ella. “He visto estas armas antes. Me temo que estuve con los responsables en Dwynnen, pero nunca pensé que te encontrarían. Esto es obra de los asesinos que contrató el duque de El Duelo”.
Hizo una pausa. La mentira le salió con facilidad. Elegir e improvisar. Y lo que es más, podría decir que ella se lo creyó al instante. El resentimiento de Turala ante la crueldad que el duque había demostrado hacia ella parecía haberse silenciado, aunque nunca llegó a desaparecer. Una mirada a sus ardientes ojos le dijo que convocaría a los daedra y extendería la venganza de ambos por Morrowind. Y, además, él sabía que la escucharían.
Y la escucharon, porque la rabia es un poder aún mayor que el deseo, incluso cuando la rabia se equivoca de objetivo.
El año continúa en Ocaso.