Guía The Elder Scrolls V: Skyrim

Libros de habilidades

Hielo y quitina

 

 

-Habilidad: Armadura ligera

-Peso: 1

-Valor: 50

-Código: 0001B001

 

Se puede encontrar en las siguientes localizaciones.

 

Lugar 1

 

En la Torre de la guardia de Markarth. En la esquina Noreste sobre una mesa de madera.

 

Lugar 2

 

Arboleda oculta

 

En la Arboleda oculta, al Sureste de Lucero del Alba y Suroeste de Hibernalia.

 

Lugar 3

 

En la última sala del Santuario del Velo de la Nieve.

 

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Este relato data del año 855 de la Segunda Era, después de que el general Talos tomara el nombre de Tiber Septim y comenzara la conquista de Tamriel. Una de sus oficiales al mando, Beatia de Ylliolos, había caído en una emboscada mientras regresaba para reunirse con el emperador. Ella y su guardia personal, compuesta por cinco soldados, consiguieron escapar a duras penas y se separaron de su ejército. Huyeron a pie por los rocosos y desolados acantilados de roca cubiertos de aguanieve. El ataque había sido tan repentino que ni siquiera dispusieron de tiempo para ponerse la armadura y recoger sus caballos.

 

“Si conseguimos llegar a la cresta de Gorvigh”, gritó el teniente Ascuto mientras señalaba hacia un pico entre la niebla, aunque su voz apenas podía oírse con el viento, “podremos unirnos a la legión que está acampada en Porhnak”.

 

Beatia miró el escarpado paisaje a través de los viejos árboles zarandeados por el viento y movió la cabeza: “No lo lograremos por ahí. Nos alcanzarán antes de haber recorrido la mitad del camino hasta la montaña. ¿No ves el aliento de sus caballos entre los árboles?”

 

Dirigió a su guardia hacia un viejo refugio en ruinas en el helado istmo de Nerone, cruzando la bahía desde la cresta de Gorvigh. Los restos del escudo protector de Cyrodiil de la época de Reman, que los guardaba del continente de Akavir, sobresalía del promontorio de roca y era como muchos otros castillos abandonados del norte de Skyrim. Cuando llegaron a su destino y encendieron una hoguera, oyeron al ejército de los jefes de guerra de Danstrar tras ellos, acampando en el territorio del suroeste para bloquearles la salida por tierra. Los soldados evaluaron los recursos del refugio mientras Beatia miraba el agua oculta tras la niebla a través de los ventanales de las ruinas.

 

Tiró una piedra y la vio saltar sobre el hielo formando estelas de niebla antes de desaparecer salpicando por una grieta de la superficie.

 

“No hemos encontrado ni comida ni armamento, comandante”, informó el teniente Ascuto. “Hay un montón de armaduras almacenadas, pero han estado a la intemperie soportando los elementos durante años. No sé si se podrán salvar”.

 

“Aquí no duraremos mucho”, respondió Beatia. “Los nórdicos saben que estaremos indefensos cuando caiga la noche, y esta vieja roca no los contendrá. Si hay algo en el refugio que nos sea útil, encontradlo. Tendremos que abrirnos camino entre los témpanos de hielo hasta la cresta”.

 

Tras varios minutos buscando y uniendo piezas, los guardias le presentaron dos mugrientas, rayadas y agrietadas armaduras de quitina completas. Incluso al menos orgulloso de los aventureros o piratas que hubiera saqueado el castillo a lo largo de los años le habrían pasado desapercibidas aquellas armaduras. Los soldados ni siquiera se molestaron en limpiarlas: parecía que el polvo era el único adhesivo que las mantenía unidas.

 

“No nos ofrecerán demasiada protección, tan solo nos ralentizarán”, dijo Ascuto haciendo una mueca. “Si atravesáramos el hielo en cuanto anocheciera...”.

 

“Cualquiera que sea capaz de planear y ejecutar una emboscada como los jefes de guerra de Danstrar esperaría algo así. Tenemos que movernos rápido y ahora, antes de que se acerquen más”. Beatia dibujó un mapa de la bahía en el suelo y, después, un semicírculo a través del agua, un arco desde el castillo hasta la cresta de Gorvigh. “Los hombres deberían recorrer la bahía así. El hielo es más espeso allí, lejos de la costa, y hay muchas rocas en las que refugiarse”.

 

“¡No te quedarás atrás para defender el castillo!”

 

“Por supuesto que no”, dijo Beatia sacudiendo la cabeza mientras trazaba una línea recta desde el castillo hasta la costa más cercana de la bahía, “Me llevaré una de las armaduras de quitina y trataré de cruzar a nado por aquí. Si no me veis u oís cuando estéis en tierra, no me esperéis... Dirigíos a Porhnak”.

 

El teniente Ascuto trató de disuadir a su comandante, pero sabía que ella nunca obligaría a uno de sus hombres a realizar un acto suicida para despistar al enemigo y que todos morirían antes de llegar a la cresta Gorvigh si no conseguían distraer al ejército de los jefes de guerra. Solo se le ocurrió una forma de cumplir su deber de proteger al oficial al mando. No fue fácil convencer a la comandante Beatia de que él debía acompañarla, pero al final cedió.

 

Cuando los cinco hombres y la mujer se deslizaron entre los pedruscos bajo el castillo hasta el límite de agua helada, el sol estaba bajo, aunque todavía lanzaba un brillo difuso que iluminaba la nieve con una luz fantasmal. Beatia y Ascuto se movían cautelosamente y con precisión, sufriendo con cada sordo crujido de la quitina contra la roca. A la señal de su comandante, los cuatro hombres sin armadura comenzaron a correr sobre el hielo en dirección norte.

 

Cuando sus hombres llegaron a la primera cobertura, una piedra en espiral que sobresalía a unos pocos metros de la base del promontorio, Beatia se volvió para escuchar si se oía al ejército que estaba arriba. Todo estaba en silencio. Todavía no los habían visto. Ascuto asintió. Sus ojos, visibles a través del yelmo, no reflejaban miedo. La comandante y su lugarteniente avanzaron hacia el hielo y comenzaron a correr.

 

Cuando Beatia había escrutado la bahía desde las murallas del castillo, el trayecto más corto hasta la costa parecía una extensa y blanca llanura prácticamente vacía. Ahora que estaba en el hielo, era incluso más plano y duro: la nube de niebla tan solo le llegaba a los tobillos, pero se elevaba cuando se aproximaban como si una mano de la naturaleza los estuviera señalando para que sus enemigos los avistaran. Estaban completamente al descubierto. Beatia casi se sintió aliviada cuando una patrulla de vigilancia de los jefes de guerra silbó para avisar a sus maestros.

 

No tuvieron ni que volverse para saber que el ejército se acercaba. El sonido de las pezuñas al galope y el crujido de los árboles que caían para abrirles paso se oían con toda claridad por encima del silbido del viento.

 

Beatia deseó poder arriesgarse a echar una mirada al norte para ver si los hombres estaban escondidos, pero no se atrevió. Podía oír como Ascuto corría a su derecha, a su mismo paso, respirando fuerte. Estaba acostumbrado a llevar armaduras más pesadas, pero las articulaciones de quitina estaban frágiles y tensas por tantos años en desuso y casi no podía doblarlas.

 

La rocosa orilla de la cresta parecía encontrarse lejos, a una eternidad, cuando Beatia sintió y oyó la primera salva de flechas. La mayoría se clavaron en el hielo a sus pies, produciendo un sonido agudo al agrietarlo, pero unas pocas dieron en el blanco y rebotaron en sus espaldas. Ofreció una silenciosa oración de agradecimiento a quienquiera que fuese el herrero anónimo que había diseñado la armadura, que llevaría ya mucho tiempo muerto. Siguieron corriendo, mientras que la primera lluvia de flechas dio paso rápidamente a la segunda y a la tercera.

 

“Gracias a Stendarr”, jadeó Ascuto. “Si solo hubiera habido cuero en el refugio, nos habrían perforado por todas partes. Ojalá no fueran tan rígidas...”

 

Beatia comenzó a notar que las articulaciones de su armadura empezaban a pegarse y que tanto las rodillas como las caderas comenzaban a notar más y más resistencia a cada paso. Era innegable: se estaban acercando a la costa, aunque ahora se movían mucho más despacio. Escuchó el primer espantoso crujido del galope del ejército que se dirigía hacia ellos por la superficie helada. Los jinetes tomaban precauciones para no resbalar en el hielo, y no lanzaron sus caballos a toda velocidad, pero Beatia sabía que los alcanzarían muy pronto.

 

La vieja armadura de quitina podía resistir el ataque de unas pocas flechas, pero no el de una lanza propulsada con la fuerza de un caballo al galope. Lo único que no sabían era cuándo caerían.

 

Cuando Ascuto y Beatia alcanzaron el límite de la costa, el estruendo del batir de las pezuñas tras ellos se había hecho ensordecedor. Las inmensas rocas dentadas situadas alrededor de la playa bloquearon su paso. Bajo sus pies, el hielo gemía y crujía. No podían quedarse quietos ni correr hacia delante o hacia atrás. Mientras luchaban con el gastado metal de las articulaciones de sus armaduras, dieron dos saltos hacia delante y se subieron a los peñascos.

 

Al aterrizar por primera vez en el hielo, sonó un fuerte crujido. Cuando se alzaron para dar el último salto, los alcanzó una ola de agua helada tan fría que parecía fuego a través de su fina armadura. La mano derecha de Ascuto fue capaz de aferrarse a una gran fisura. Beatia se agarró con ambas manos, pero su pedrusco estaba cubierto de escarcha. Con los rostros contra la roca, no podían volverse para ver al ejército que estaba tras ellos.

 

Sin embargo, oyeron que el hielo se partía y que los soldados gritaban aterrorizados durante un instante. De pronto se hizo el silencio. Únicamente se percibía el silbido del viento y el ronroneo del agua. Un momento después, se escucharon pasos en lo alto del acantilado.

 

Los cuatro guardias habían cruzado la bahía. Dos tiraron hacia arriba de Beatia, separándola de la superficie del peñasco, y los otros dos rescataron a Ascuto. Se quejaron debido al peso, pero finalmente consiguieron poner a salvo a su comandante y a su lugarteniente subiéndolos hasta el borde de la cresta de Gorvigh.

 

“Por Mara, pesan mucho para ser unas armaduras ligeras”.

 

“Sí”, sonrió Beatia cansada mientras miraba hacia atrás a los vacíos bloques de hielo roto y a las grietas que se habían formado a partir de los caminos paralelos por los que corrieron ella y Ascuto, “pero, a veces, eso es bueno.”

 

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