Guía The Elder Scrolls V: Skyrim

Libros de habilidades

Misterio de Talara, vol. 4

 

 

-Habilidad: Ilusión

-Peso: 1

-Valor: 60

-Código: 0001B013

 

Se puede encontrar en las siguientes localizaciones.

 

Lugar 1

 

Cueva del Acantilado Ciego

 

En la Cueva del Acantilado Ciego, al Noreste de Markarth. En una plataforma cerca del cofre grande.

 

Lugar 2

 

Punta de la Arpía

 

En Punta de la Arpía (al Suroeste de Soledad), en la sala en la que se activa el puente.

 

Lugar 3

 

En la casa de Nepote (Markarth), en la habitación del Noreste.

 

Lugar 4

 

Cueva del Arroyo de Piedra

 

En la Cueva del Arroyo de Piedra, al Norte de Riften.

 

eliteguias

 

Gyna nunca volvió a ver a la agente del emperador lady Brisienna, aunque cumplió su promesa. Proseco, un hoja nocturna al servicio del emperador, llegó disfrazado a la mansión de lord Strale. Gyna era una estudiante competente y, en pocos días, él le enseñó todo lo que necesitaba saber.

 

“Es un encantamiento simple, no se trata del tipo de hechizo que podría transformar a un fiero daedroth en un amoroso cachorrito”, dijo Proseco. “Si haces o dices algo que normalmente enojaría u ofendería a tu objetivo, el poder se debilitará. Alterará temporalmente la percepción que éste tenga de ti, como si se tratara de un hechizo de la escuela de ilusión, aunque los sentimientos de respeto y admiración de la víctima por ti se apoyarán en un encantamiento de una naturaleza menos mágica”.

 

“Entiendo”, sonrió Gyna, agradeciéndole a su tutor los dos hechizos de ilusión que le había enseñado. Había llegado el momento de utilizar sus habilidades recién adquiridas.

 

La sede del gremio de prostitutas en Camlorn era un gran palacio situado en un barrio adinerado al norte de la ciudad. El príncipe Sylon podría encontrar el camino hasta allí con los ojos vendados o borracho como una cuba, como solía estar a menudo. Aquella noche, sin embargo, estaba tan solo ligeramente ebrio y decidió no beber más. Esa noche, tenía ganas de placer, ese tipo de placer que tanto le gustaba.

 

“¿Dónde está mi chica favorita?”, preguntó a la madame del gremio al entrar.

 

“Todavía se está curando de vuestra cita de la semana pasada”, sonrió tranquilamente. “Casi todas las demás chicas también están ocupadas con clientes, pero te he reservado un regalo especial, una chica nueva con la que seguro disfrutarás”.

 

Condujeron al príncipe hasta una sala ostentosamente decorada con terciopelo y seda. Cuando entró, Gyna salió de detrás de un biombo y lanzó rápidamente su hechizo con la mente confiada tal y como Proseco le había enseñado. Al principio, era difícil saber si había funcionado. El príncipe la miró esbozando una cruel sonrisa y, después, al igual que el sol surge entre las nubes, su crueldad se fue. Ella podía ver que lo tenía dominado. Él preguntó a Gyna cómo se llamaba.

 

“Ahora dudo entre varios nombres”, dijo provocándole. “Nunca le había hecho el amor a un verdadero príncipe. Nunca he estado en el interior de un palacio. ¿El tuyo es muy... grande?”

 

“Todavía no es mío”, dijo encogiéndose de hombros, “pero algún día seré rey”.

 

“Debe de ser estupendo vivir en un sitio como ese”, susurró Gyna. “Con miles de años de historia... Todo tiene que ser tan antiguo y tan bonito: los cuadros, los libros, las estatuas y los tapices. ¿Tu familia guarda en él todos sus antiguos tesoros?”

 

“Sí, mi familia atesora un montón de vieja y aburrida basura en las salas de archivos dentro de las cámaras. Por favor, ¿podría verte desnuda ahora?”

 

“Antes, charlemos un rato, aunque puedes ir desnudándote cuando desees”, afirmó Gyna. “Había oído que existía una sala de archivos, pero que estaba bastante escondida”.

 

“Hay una pared falsa tras la cripta familiar”, dijo el príncipe, mientras agarraba su muñeca y la atraía hacia él para besarla. Algo había cambiado en sus ojos.

 

“Alteza, me haces daño en el brazo”, se quejó Gyna.

 

“Basta de charla, puta fascinadora”, dijo gruñendo. Gyna intentó contener una aguda punzada de miedo, mantuvo la cabeza fría y dejó que sus percepciones dieran vueltas por su mente. Cuando la irritada boca del príncipe tocó sus labios, lanzó el segundo hechizo que había aprendido de su mentor ilusionista.

 

El príncipe sintió cómo su carne se convertía en piedra. Permaneció helado, mirando cómo Gyna recogía su ropa y salía de la habitación. La parálisis tan solo duró unos cuantos minutos, pero era todo el tiempo que necesitaba.

 

La madame ya había salido con todas las chicas, tal y como Gyna y lord Strale le habían dicho que hiciera. La avisarían cuando fuera seguro volver. La dueña del burdel ni siquiera aceptó el oro que le ofrecían por formar parte de la trampa. Dijo que ya había sido suficiente, que a sus chicas no las torturaría más ese príncipe perverso y cruel.

 

“¡Qué chico tan horrible!”, pensó Gyna mientras se subía la capucha de la capa y corría por las calles hacia la casa de lord Strale. “Menos mal que nunca llegará a ser rey”.

 

A la mañana siguiente, el rey y la reina de Camlorn mantuvieron su audiencia diaria con diversos nobles y diplomáticos, una reunión que era bastante íntima. La sala del trono se encontraba muy vacía. Era una forma terriblemente aburrida de empezar el día. Entre petición y petición, bostezaban majestuosamente.

 

“¿Qué ha sido de toda la gente interesante?”, murmuró la reina. “¿Dónde está nuestro precioso hijo?”

 

“He oído que se pasea rabioso por el barrio norte en busca de alguna prostituta que le robó”, dijo el rey riéndose entre dientes afectuosamente. “Qué chico tan fantástico”.

 

“¿Y dónde se encuentra el mago guerrero real?”

 

“Le ordené que se ocupara de un asunto delicado”, comentó arqueando una ceja, “aunque eso fue hace casi una semana y aún no he sabido nada de él. En cierto modo, es preocupante”.

 

“Sí que lo es, lord Eryl no debería ausentarse tanto tiempo”, dijo la reina frunciendo el ceño. “¿Qué pasaría si un pícaro brujo viniera y nos amenazara? Cariño, no te rías de mí; por eso todas las casas reales de Roca Alta mantienen a sus sirvientes magos a su lado, muy cerca. Tratan de proteger su corte de encantamientos diabólicos, como del que fue víctima el pobre emperador hace poco”.

 

“Que provenía de la mano de su propio mago guerrero”, rio el rey entre dientes.

 

“Lord Eryl nunca te traicionaría de esa forma y lo sabes bien. Lleva a tu servicio desde que eras duque de Oloine. En serio, no se pueden hacer comparaciones entre Jagar Tharn y él”, afirmó la reina moviendo las manos desdeñosamente. “Al parecer, esa falta de confianza se está apoderando de los reinos de todo Tamriel, y los está llevando a la ruina. Lord Strale me ha dicho...”

 

“Otro hombre que ha desaparecido”, meditó el rey.

 

“¿El embajador?”, dijo la reina sacudiendo la cabeza. “No, está aquí. Deseaba visitar las criptas y rendir homenaje a nuestros nobles ancestros, así que le envié allí. No llego a comprender por qué está tardando tanto. Debe de ser mucho más pío de lo que yo pensaba”.

 

Se sorprendió al ver que el rey se levantaba alarmado. “¿Por qué no me lo comunicaste?”

 

Antes de que tuviera la oportunidad de responder, la persona de la que estaban hablando entró por la puerta abierta de la sala del trono. Le acompañaba una bella mujer rubia cogida de su brazo y vestida con una majestuosa túnica dorada y escarlata que podía haber pertenecido a la más alta nobleza. La reina siguió la asustada mirada de su marido, igual de perpleja.

 

“Había oído que estaba loco por una de las prostitutas del Festival de las Flores, no por una dama”, susurró la reina. “Vaya, se parece mucho a tu hija, lady Jyllia”.

 

“Sí que guarda parecido”, jadeó el rey, “o a su prima, la princesa Talara”.

 

Los nobles que se encontraban en la sala también rumoreaban entre ellos. Pese a que eran pocos los que habían estado en la corte hacía veinte años cuando la princesa desapareció, presumiblemente asesinada al igual que el resto de la familia real, todavía quedaban unos pocos ancianos estadistas que la recordaban. No fue solo por el trono por donde la palabra “Talara” se paseó en el aire como si de un hechizo se tratara.

 

“Lord Strale, ¿nos podrías presentar a tu acompañante?”, preguntó la reina esbozando una educada sonrisa.

 

“En unos instantes, alteza, aunque me temo que primero he de discutir ciertos asuntos urgentes”, respondió Strale inclinándose. “¿Podría solicitar una audiencia privada?”

 

El rey miró al embajador imperial tratando de leer la expresión del hombre. Con un movimiento de mano, despidió a los allí reunidos e hizo que cerraran la puerta tras ellos. No quedó nadie en aquella sala de audiencias más que el rey, la reina, el embajador, una decena de guardias reales y la misteriosa mujer.

 

El embajador sacó de su bolsillo un fajo de antiguos pergaminos amarillentos. “Alteza, cuando ascendiste al trono tras el asesinato de tu hermano y su familia, todo aquello que parecía importante, como escrituras y testamentos, fue custodiado, evidentemente, por los funcionarios y los ministerios. Toda la correspondencia personal carente de importancia o que parecía secundaria se catalogó en un archivo según el protocolo habitual. Esta carta se encontraba entre esos documentos”.

 

“¿De qué trata, señor?”, preguntó con voz retumbante el rey. “¿Qué es lo que dice?”

 

“Nada acerca de ti, majestad. En realidad, cuando ascendiste al trono, ningún lector podría haber entendido su significado. Se trataba de una carta dirigida al emperador que el difunto rey, tu hermano, estaba escribiendo en el momento de su asesinato. Hace referencia a un ladrón, que en su día fue un mago-sacerdote del templo de Sethiete, aquí en Camlorn. Su nombre era Jagar Tharn”.

 

“¿Jagar Tharn?”, rio la reina de forma nerviosa. “Precisamente estábamos hablando de él”.

 

“Tharn robó muchos libros que contenían poderosos hechizos ya olvidados, así como leyendas sobre artefactos como el Báculo del caos en las que se relata dónde se esconde y cómo se utiliza. Las noticias viajan despacio hasta la zona más occidental de Roca Alta y para cuando el rey, tu hermano, se enteró de que el nuevo mago guerrero del emperador se llamaba Jagar Tharn, habían transcurrido ya muchos años. El rey estaba escribiendo una carta al emperador para avisarle de la traición de su mago guerrero imperial, aunque nunca la logró terminar”. Lord Strale levantó la carta. “Está fechada el día de su asesinato, en el año 385. Cuatro años antes de que Jagar Tharn traicionara a su maestro y dieran comienzo los diez años de tiranía de la etapa imperial”.

 

“Todo esto es muy interesante”, contestó el rey con contundencia, “¿pero qué tiene que ver conmigo?”

 

“El asesinato del difunto rey es ahora un asunto de interés imperial. Disponemos, además, de una confesión de tu mago guerrero real, lord Eryl”.

 

La cara del rey palideció: “Miserable gusano, no hay hombre sobre la faz de la tierra capaz de amenazarme. Ni tú, ni esa puta, ni la carta volveréis a ver la luz del día nunca más. ¡Guardias!”

 

Los guardias reales desenfundaron sus espadas y adoptaron la posición de ataque. Cuando lo hicieron, se produjo un repentino resplandor de luz y la sala se llenó de hojas nocturnas imperiales, liderados por Proseco. Llevaban horas allí, merodeando invisibles entre las sombras.

 

“En nombre de su majestad imperial, Uriel Septim VII, quedas arrestados”, dijo Strale.

 

Las puertas se abrieron y tanto el rey como la reina salieron escoltados con los rostros mirando hacia el suelo. Gyna comentó a Proseco dónde podría encontrar probablemente a su hijo, el príncipe Sylon. Los nobles y cortesanos que habían estado anteriormente en la sala de audiencias observaban la extraña y solemne procesión del rey y la reina hasta su propia prisión real. No fue necesario pronunciar palabra.

 

Cuando al fin se escuchó una voz, todos se sobresaltaron. Lady Jyllia había llegado a la corte. “¿Qué está ocurriendo? ¿Quién se atreve a usurpar la autoridad del rey y la reina?”

 

Lord Strale se volvió hacia Proseco y le dijo: “Queremos hablar con lady Jyllia a solas. Ya sabes lo que hay que hacer”.

 

Proseco afirmó con la cabeza y cerró de nuevo las puertas de la sala del trono. Los cortesanos se agolparon contra la madera, tratando de escucharlo todo. Pese a que no podían decirlo, deseaban una explicación tanto o más que la dama.

 

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